Lecciones de la Revolución de Abril

Lo días 24 y 28 de este mes acaba de conmemorarse dos acontecimientos que marcaron al  pueblo dominicano: el inicio de la Revolución de Abril de 1965 y su conversión en guerra patria en respuesta a la invasión de que fue objeto el país por tropas norteamericanas.

La revolución abrileña fue una reacción tardía al golpe de Estado contra el gobierno presidido por Juan Bosch dado el 25 de septiembre de 1963 por malos dominicanos azuzados por autoridades del gobierno de Estados Unidos.

En esencia, el movimiento procuraba el restablecimiento del gobierno de Bosch y, en consecuencia, la vuelta al orden institucional existente en su administración  mediante la puesta en vigencia de la Constitución de 1963.

Es cierto, no se logró ninguno de los dos propósitos por la intervención de los militares norteamericanos. Quedó así frustrado el último intento en el siglo XX de la realización de la revolución burguesa que tenía pendiente el país. Además, también quedó definitivamente inconcluso el gobierno democrático que el país se había dado después del ajusticiamiento de Rafael Leonidas Trujillo, el de 1963. Ni la generación de dominicanos que de alguna u otra manera participó en las luchas libradas por el establecimiento, primero, y luego por el afianzamiento de un espacio democrático, ni las que le sucedieron tuvieron la oportunidad de volver a ver a Juan Bosch gobernar y aplicar desde el gobierno sus ideas desarrollistas en beneficio de sus conciudadanos. Ese, a juicio de  muchos, fue el gran daño del golpe de Estado que motivó luego la Revolución de Abril con el propósito de revertir a aquél.

Sin embargo, pese a lo funestos que fueron para el pueblo dominicano, ambos acontecimientos sirvieron para marcar a varias generaciones de dominicanos y dominicanas que supieron salir adelante y darle sustancia al régimen democrático que disfruta hoy el país. Y lo  más importante: sirvieron para poner de manifiesto la bravura de nuestro pueblo y su vocación libertaria, encarnadas en ese momento de manera objetiva en Rafael Tomás Fernández Domínguez, Francisco Alberto Caamaño y Ramón Montes Arache.

Respecto al primer aspecto, el de la impronta que significó la Revolución de Abril para los dominicanos que tuvieron alguna experiencia cercana con ella, lo podemos comprender mejor si reparamos en el sentimiento antiimperialista que se desarrolló en los compatriotas que nacieron entre los años 1960 y 1970. En cuanto  al segundo, puede apreciarse en el celo con que se asumió en el país el interés por el fortalecimiento de nuestra democracia y sus instituciones. Se trata de valores no tangibles, pero que están ahí y se han puesto de  manifiesto como elementos suasorios  cada vez que ha sido necesario disuadir a los sectores de la caverna política vernácula en su intención de sacar la cabeza con el propósito de tronchar nuestros procesos democráticos.

Por eso, precisamente, se han presentado también dos situaciones: en el país no se ha vuelto a vivir la experiencia de un golpe de Estado, pese al deseo que en algún momento podrían haber albergado algunos de los insinuados sectores; el segundo lo tenemos en la reverencia con que los dominicanos y las dominicanas valoran las figuras de los constitucionalistas que se jugaron la vida por materializar los nobles ideales que motivaron la Revolución de Abril,  en contraste con el desprecio que les han reservado siempre a los golpistas del ‘63, primero, y luego a anticonstitucionalistas del ’65. Desprecio y olvido han recibido de manera permanente esos malos dominicanos. Y lo seguirán recibiendo al tiempo que a Fernández Domínguez y Caamaño y sus compañeros de lucha se les venera y se les coloca en el más alto de los pedestales que nuestro pueblo les reserva a sus mejores hijos.

¡Loor a su memoria y a la de sus compañeros de lucha, en este abril y siempre!