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Por: Osiris Mota | La República Dominicana atraviesa una preocupante crisis ética en su sistema democrático. La infiltración del dinero procedente de la corrupción y del narcotráfico en las campañas electorales ha dejado de ser un rumor para convertirse en una evidencia que debilita la legitimidad del voto y contamina las instituciones públicas, como estamos viendo con varios miembros del partido del gobierno. Ante esta realidad, la responsabilidad recae no solo sobre los candidatos que aceptan esos recursos, sino también sobre los partidos políticos y la Junta Central Electoral (JCE), garantes legales de la pureza del proceso electoral.
La Ley No. 33-18 sobre Partidos, Agrupaciones y Movimientos Políticos es clara en su Cap VII (Artículos 61 al 79) al establecer los mecanismos de financiación, fiscalización y rendición de cuentas. En su artículo 67, prohíbe expresamente la recepción de donaciones provenientes de fuentes ilícitas, incluyendo entidades extranjeras, empresas contratistas del Estado o personas vinculadas a actividades criminales. Del mismo modo, obliga a los partidos a identificar el origen de los fondos y presentar informes financieros periódicos ante la JCE.
Sin embargo, la práctica política ha distorsionado el espíritu de la ley. Las campañas electorales se desarrollan cada vez más bajo el influjo del dinero fácil, y muchos partidos se han convertido en puertas abiertas para candidaturas patrocinadas por capitales de dudosa procedencia. La responsabilidad de esta degeneración no es exclusiva de los actores políticos: la JCE, amparada en la Ley Orgánica del Régimen Electoral No. 20-23, tiene el mandato de supervisar, auditar y fiscalizar el uso de los recursos económicos durante los procesos electorales (Artículos 224). Su inacción o débil fiscalización equivale a complicidad institucional.
Cuando personas ligadas al narcotráfico, corrupción administrativas, redes criminales acceden al poder mediante elecciones financiadas con dinero sucio, no solo compran votos: compran impunidad. Desde los gobiernos locales hasta el Congreso, se van tejiendo estructuras que protegen sus intereses, manipulan el presupuesto y bloquean cualquier intento de reforma o justicia. Así, el narcotráfico y la corrupción logran lo que las armas no pudieron: controlar al Estado desde dentro.
El deber de la Junta Central Electoral no se limita a organizar elecciones, sino a garantizar que estas sean libres, limpias y legítimas. La salud del proceso electoral implica no solo un conteo transparente, sino también una vigilancia moral y financiera que preserve la integridad de la democracia. Si la JCE no ejerce su rol de supervisión, y los partidos continúan priorizando el dinero sobre la ética, el sistema político dominicano seguirá siendo rehén del crimen organizado.
El país necesita un cambio de paradigma. La fiscalización real del financiamiento político debe convertirse en prioridad nacional. Solo así podremos impedir que el voto del pueblo siga siendo utilizado como mecanismo de lavado de dinero y que las instituciones públicas terminen al servicio de intereses ilícitos.
La democracia no se defiende solo con votos, sino con transparencia, valentía institucional y responsabilidad ética. Y en ese deber, la JCE y los partidos políticos no pueden seguir mirando hacia otro lado. Pero también les toca al liderazgo social, a la sociedad en conjunto, velar por la salud de los procesos y de los derechos fundamentales. Ojala lo entiendan, porque la patria lo necesita.





