Diálogo post mortem con una parturienta

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Por: Sergio Sarita Valdez | En el imaginario global podemos identificar a las dichosas jóvenes adultas, en plena capacidad reproductiva, quienes resultan embarazadas y, luego de nueve meses, se convierten en madres felices y satisfechas. Otras, menos afortunadas, siguen otro sendero que a menudo suele conducirlas a un prematuro desenlace fatal. A nivel mundial, esos fallecimientos pertenecen a la categorización de muertes maternas

La mortalidad materna ha sido tipificada de acuerdo con los mecanismos fisiopatológicos implicados en el proceso. Siguiendo esa línea de pensamiento, se reconocen tres grandes categorías: las hemorragias, las infecciones y la hipertensión arterial asociada al embarazo. Cada una de estas tres variantes de rutas mortales suele acompañarse de otras condiciones que refuerzan su frecuencia, tales como bajos niveles educativos y culturales de la mujer, inadecuado estado nutricional, ya sea por obesidad o desnutrición, así como baja calidad o ausencia de cuidados médicos prenatales.

El patólogo que investiga un deceso materno debe contar con toda la información pertinente a fin de establecer la ruta orgánica, el tiempo y el orden en que se desarrollaron las alteraciones que condujeron de manera secuencial al fallecimiento. La Organización Mundial de la Salud define como muerte materna la pérdida de la vida durante el embarazo o hasta 42 días después de que este termine.

Teniendo en mente las consideraciones arriba enunciadas y recordando la expresión del filósofo español José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”, me vi ante el reto docente de articular toda la trama orgánica patológica que explicaran de modo concatenado la serie de eventos que iniciaron una cadena de alteraciones anatómicas que de modo secuencial llevaron a la muerte cerebral de una joven parturienta de 27 años. Armado con un par de centenares de macrofotografías certeramente realizadas para ilustrar la disección completa del cadáver, observé que el cuerpo correspondía al de una persona marcadamente obesa y que mostraba una herida quirúrgica infraumbilical pélvica vertical reciente parcialmente cicatrizada. Internamente, se notaba una incisión similar en la parte anterior del fondo y cuerpo del útero, con un acúmulo necrótico, desde donde emanaba abundante contenido purulento. El corazón mostraba agrandamiento concéntrico del ventrículo izquierdo y los riñones lucían pálidos y edematosos. Los pulmones estaban colapsados, húmedos y rojizos. El cerebro era congestivo.
Todas las alteraciones registradas en el cadáver indicaban que el centro del huracán mortífero se centraba en el procedimiento quirúrgico como el foco infeccioso nosocomial. A posteriori me enteré de que el resultado de las muestras cultivadas en el laboratorio había identificado una bacteria tipo Proteus. Las infecciones intrahospitalarias constituyen un enorme rompecabezas en una institución en donde se llevan a cabo cirugías diariamente. Ellas requieren de un equipo de especialistas que mantengan una vigilancia epidemiológica continua. Deben contar con el adiestramiento, los recursos y el tiempo para enfrentar esta catastrófica amenaza.

Algo que parecería historia trágica de siglos pasados sigue siendo parte de la realidad presente. Muy a pesar de los avances tecnológicos y de la inteligencia artificial del siglo XXI, las hemorragias, las infecciones y los fenómenos hipertensivos continúan frustrando fatalmente los sueños felices de una maternidad caribeña digna y segura.