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Por: Carlos Manzano | En la República Dominicana, las ferias de automóviles se han convertido en un espectáculo de euforia financiera y consumo desbordado.
Cada año, entidades bancarias, concesionarios y promotores celebran con júbilo y entusiasmo estas jornadas que inundan los medios con ofertas irresistibles y tasas preferenciales.
Sin embargo, detrás de ese espejismo de progreso se esconde una realidad preocupante: el país no cuenta con la infraestructura vial que soporte, mínimamente, la avalancha de miles de vehículos que se introducen en las calles con cada nueva edición de estos eventos.
Mientras las entidades financieras y los concesionarios celebran récords de ventas, las ciudades, especialmente en el Gran Santo Domingo, se hunden cada día más hacia un colapso vehicular sin precedentes.
Las calles, hace rato insuficientes y mal planificadas, se ven invadidas por una flota creciente que circula a paso de tortuga entre el caos, el humo y la desesperación.
Las vías están saturadas, los tiempos de desplazamiento se duplican y la contaminación ambiental y sonora se multiplica. En pocas palabras, el país está fabricando su propio atasco estructural.
El despropósito es evidente: se impulsa el crédito para la compra de más autos, pero se ignora el drama cotidiano de la movilidad que nos consume. Se celebran las cifras récord de ventas mientras se multiplican los embotellamientos, los accidentes y la contaminación.
Resulta absurdo que se sigan introduciendo miles y miles de vehículos nuevos cada año al parque vehicular, mientras las calles de Santo Domingo, Santiago, y otras ciudades, ya no dan abasto ni para los que existen.
Lo sensato sería que el Gobierno, en vez de seguir facilitando la entrada de más automóviles, implemente un plan serio de retiro de chatarras y de vehículos viejos que inundan las calles, contribuyendo al caos, la contaminación y los accidentes.
Descongestionar el tránsito no se logra asfaltando avenidas o ampliando carriles, sino con políticas públicas de transporte efectivas, reduciendo la cantidad de vehículos inservibles e innecesarios, así como fomentando un transporte colectivo digno, moderno y eficiente.
De lo contrario, seguiremos celebrando cada feria como un triunfo del crédito fácil, cuando en realidad es un paso más hacia el colapso definitivo de la movilidad urbana.
Lamentablemente, las ferias de vehículos, en las condiciones actuales del país, no representan progreso ni modernización: son la muestra más clara de una política de transporte sin rumbo y sin conciencia del bien común.
Pero, a decir verdad, el problema no radica en las ferias en sí mismas, sino en la ausencia de planificación por parte del gobierno.
No hay un plan nacional de transporte coherente, no se fomenta el uso de transporte colectivo de calidad, y el parque vehicular sigue creciendo sin planificación urbana ni visión de sostenibilidad.
Las ferias de vehículos, más que un signo de desarrollo, se han convertido en un síntoma del modelo económico desbalanceado que privilegia el consumo por encima de la racionalidad y el urbanismo.
Los bancos y concesionarios ganan, pero la ciudadanía pierde tiempo, salud y calidad de vida en un tráfico interminable que ya no admite más improvisaciones.
Las autoridades, en vez de seguir aplaudiendo ese despropósito, deberían asumir la tarea de ampliar la infraestructura vial, ordenar el tránsito, invertir en transporte público eficiente y establecer límites racionales a un modelo que solo multiplica el caos.





