Guerra híbrida sin freno: cuando la diplomacia abdica su rol

Getting your Trinity Audio player ready...

Por: Iscander Santana | La guerra híbrida ha dejado de ser teoría
militar para convertirse en el lenguaje
dominante del conflicto global. Lo que
presenciamos entre Rusia, Estados Unidos
y Ucrania no es escalada convencional sino
coreografía estratégica donde misiles,
submarinos, drones y discursos se
entrelazan en danza de poder, percepción
y manipulación. En medio de esta sinfonía
bélica, la diplomacia internacional parece
haber perdido la voz.

Misiles, submarinos y símbolos: el nuevo
campo de batalla

Rusia acaba de probar el Burevestnik, un
misil de crucero propulsado por energía
nuclear capaz de volar durante 15 horas y
eludir cualquier sistema de defensa
conocido. Estados Unidos respondió
desplegando submarinos nucleares cerca
de las costas rusas, mientras el presidente
Trump presume una ventaja tecnológica de
25 años sobre sus rivales. Ucrania ha
atacado infraestructura crítica dentro de
Rusia, incluyendo represas que afectan no
solo el suministro energético sino también
el imaginario de control territorial.

No se trata de guerra declarada sino de
guerra insinuada. Cada movimiento es
mensaje. Cada despliegue, advertencia.
Cada silencio, estrategia. Esta modalidad
de conflicto difumina deliberadamente las
líneas entre paz y guerra, permitiendo a los
Estados ejercer violencia sin activar

mecanismos formales de respuesta
internacional.

Infraestructura como blanco político

La represa atacada por Ucrania no es solo
fuente de energía: es símbolo de dominio
estatal sobre recursos naturales. Las
represas concentran poder hidráulico,
regulan ecosistemas y representan la
capacidad de un Estado para sostener su
población. Al convertirlas en blanco,
Ucrania no solo busca debilitar la logística
rusa sino erosionar su narrativa de
estabilidad y autosuficiencia.

Este tipo de ataque se inscribe en la lógica
híbrida: no destruir por destruir, sino
golpear donde se cruzan lo material y lo
simbólico. Organizaciones internacionales
han documentado cómo ataques contra

infraestructura crítica en conflictos armados
generan consecuencias humanitarias
desproporcionadas sobre población civil. La
infraestructura hidráulica representa
recursos, pero también ideología. En
tiempos de guerra híbrida, todo recurso es
también relato.

¿Qué es la guerra híbrida?

Es la guerra que no se nombra. La que se
libra en redes, en cables submarinos, en
discursos ambiguos y en decisiones
diplomáticas que nunca llegan. Combina
ciberataques y sabotajes encubiertos,
campañas de desinformación que
manipulan percepciones masivas, presión
militar sin disparos formales,
instrumentalización de crisis migratorias y
energéticas, y ataques a símbolos
culturales que erosionan identidades

colectivas.

Es guerra que no busca ocupar territorios
sino dominar percepciones. Y en ese
terreno, la diplomacia debería ser el escudo
que protege a poblaciones vulnerables y
contiene la escalada. Pero no lo está
siendo.

La diplomacia ausente

Mientras los misiles se prueban y los
submarinos se acercan, los organismos
multilaterales callan o repiten fórmulas
vacías. Las negociaciones se diluyen en
tecnicismos, y los llamados al diálogo se
convierten en gestos sin consecuencias.
¿Dónde está la diplomacia que previene,
que media, que denuncia con firmeza?

La ambigüedad de Estados Unidos sobre

la entrega de misiles Tomahawk a Ucrania
es ejemplo claro: se juega al borde de la
escalada sin asumir responsabilidad
política. Rusia amenaza con "no dejar
vencedores" en guerra nuclear, pero nadie
exige rendición de cuentas. Ucrania ataca
símbolos rusos, pero los foros
internacionales no discuten el impacto
humanitario de estos actos sobre población
civil.

La diplomacia ha sido reducida a
instrumento de posproducción narrativa. Ya
no anticipa, no contiene, no transforma.
Solo reacciona cuando el daño es
irreversible. El derecho internacional
humanitario establece prohibiciones claras
sobre ataques a infraestructura crítica civil,
pero su aplicación depende de voluntad
política que sistemáticamente falta.

¿Hacia dónde vamos?

Si la guerra híbrida es el nuevo paradigma,
necesitamos diplomacia híbrida: capaz de
leer símbolos, de intervenir en redes, de
anticipar narrativas. Una diplomacia que no
se limite a condenar sino que construya
alternativas verificables. Que no se
esconda tras neutralidad funcional a la
escalada, sino que defienda principios con
estrategia concreta.

La historia demuestra que los conflictos no
resueltos mediante negociación terminan
resolviéndose mediante violencia. La
Primera Guerra Mundial estalló en parte
porque los mecanismos diplomáticos
europeos habían sido vaciados de
contenido real, convertidos en rituales sin
capacidad de contención. Hoy

enfrentamos un riesgo similar: sistemas
multilaterales que existen formalmente pero
carecen de autoridad efectiva para imponer
costos a quienes violan normas
internacionales.

Si la guerra se ha vuelto multidimensional,
la paz también debe serlo. Esto implica no
solo diálogos bilaterales entre potencias
sino participación de sociedades civiles,
verificación independiente de ataques
contra infraestructura crítica, sanciones que
efectivamente modifiquen conductas
estatales, y recuperación de espacios
multilaterales donde incluso enemigos
pueden negociar sin perder legitimidad
interna. Porque si la diplomacia continúa
ausente, lo que viene no será victoria de
ningún bando sino catástrofe compartida.