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Por: Margarita Cedeño | En pleno siglo XXI, la democracia, alguna vez considerada la forma culminante de gobierno, vive un momento de vulnerabilidad. Michael Ignatieff advierte que, incluso en sociedades que han adoptado instituciones democráticas, persisten patrones autoritarios, como hábitos burocráticos de obediencia, estructuras de poder que no desaparecen con el pluralismo y una cultura política que teme más a la libertad que a la arbitrariedad.
En el contexto dominicano, afín al de buena parte de América Latina, estos riesgos adquieren expresión concreta. La tensión entre forma y sustancia democrática revela al menos tres dimensiones del peligro autoritario y una misma conclusión: no basta con defender instituciones, hay que transformarlas desde dentro.
En democracia, cambiar leyes o celebrar elecciones no garantiza libertad si permanecen los hábitos de sumisión y obediencia que sobreviven al autoritarismo formal. En República Dominicana, pese a contar con contrapesos normativos de control externo, interno, social y político, la cultura política sigue operando, muchas veces, como si el poder estuviera por encima de la ciudadanía.
Esa inercia se manifiesta en la captura política de organismos de control, la debilidad de la rendición de cuentas real y el uso partidario de instituciones que deberían ser autónomas. Por tanto, el riesgo autoritario no proviene solo de líderes carismáticos o de golpes explícitos, sino de la normalización de relaciones de dependencia, de la tolerancia a la impunidad y, sobre todo, de la resignación ciudadana.
El autoritarismo contemporáneo rara vez se impone por la fuerza bruta. Hoy avanza de forma incremental, a través del debilitamiento progresivo de los órganos de control y la erosión de la confianza pública. Quizás hemos sobrevalorado la alternancia como signo de salud democrática, cuando en realidad la democracia vive de la calidad de sus procesos, de la eficacia de sus instituciones y de la credibilidad de sus mecanismos de control.
La degradación no ocurre en un solo acto, sino en una secuencia de concesiones: una reforma legal que concentra poder aquí, una autoridad que se acomoda allá, un silencio social que legitima la arbitrariedad. Así, el autoritarismo se instala no como ruptura, sino como costumbre.
El siglo XXI ha visto emerger una nueva versión del autoritarismo: el que opera dentro del Estado democrático. Se expresa en el control político sobre funciones esenciales, la fragilidad del Estado de derecho, la manipulación del discurso populista y la institucionalización de la “excepción”, esa excusa permanente que justifica concentrar poder y debilitar la oposición.
El resultado es una crisis de legitimidad: la ciudadanía, decepcionada por la ineficacia y la corrupción, se distancia de la política formal y abre espacio a liderazgos que prometen soluciones inmediatas, pero que en el fondo buscan consolidar poder sin controles. La historia enseña que el autoritarismo rara vez irrumpe de golpe; suele volver disfrazado de eficacia.
Enfrentar el auge autoritario requiere más que discursos solemnes. Implica acciones concretas y sostenidas: Reforzar la autonomía institucional, protegiendo de la captura política a los órganos de fiscalización y justicia; garantizar transparencia y rendición de cuentas, para que la verdad institucional sea más fuerte que la propaganda; promover una educación cívica de calidad, que forme ciudadanos críticos y conscientes de su poder y; vigilar los mecanismos de excepción, para que la emergencia no se convierta en costumbre.
Son conceptos que pueden parecer trillados, pero cada uno encierra un acto de resistencia democrática. Su vigencia demuestra que la lucha por la libertad nunca se archiva.
Como bien recordaba Ignatieff, “los patrones autoritarios perduran en sociedades democráticas”. Las instituciones pueden existir en el papel, pero los modos de operar pueden seguir siendo autoritarios. La democracia no se agota en el voto: requiere cultura política, ciudadanía activa, instituciones sólidas y controles efectivos.
Si estos componentes fallan, el autoritarismo no regresará con tanques ni decretos, sino por la puerta de atrás, disfrazado de orden, eficiencia o estabilidad. Y cuando eso ocurre, la libertad no se pierde de un día para otro: se acostumbra su ausencia.





