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Por: Iscander Santana | La guerra en Ucrania, iniciada en febrero de 2022 bajo el eufemismo de «operación militar especial», se ha convertido en una piedra que el mundo empuja cuesta arriba sin descanso. Como Sísifo, condenado por los dioses a repetir eternamente un esfuerzo inútil, los actores involucrados parecen atrapados en un ciclo de conflicto que se rehúsa a terminar. Más de tres años después, el conflicto ha generado cientos de miles de víctimas, millones de desplazados y una crisis humanitaria que organismos internacionales documentan como una de las más graves del siglo XXI.
Narrativas irreconciliables: dos verdades en colisión
Desde Moscú, la narrativa es clara: la expansión de la OTAN hacia el este, el apoyo occidental al cambio de régimen en Ucrania en 2014, y la supuesta persecución de rusoparlantes en Donetsk y Lugansk justificaban una intervención. Rusia se presentó como protector de su esfera de influencia, restaurador de un orden perdido tras la disolución soviética.
Desde Kiev y sus aliados, la historia es radicalmente distinta: una invasión injustificada, acto de imperialismo y violación flagrante del derecho internacional. Ucrania lucha por su soberanía, por su derecho a elegir su destino sin presiones externas. El Consejo de Seguridad de la ONU condenó la
invasión, aunque vetada por Rusia, y la Asamblea General exigió la retirada inmediata de tropas rusas.
Ambas versiones se repelen como polos opuestos. Cada bando construye su legitimidad sobre la deslegitimación absoluta del otro. Y en medio de esta guerra narrativa, la piedra de Sísifo sigue rodando cuesta abajo, arrastrando vidas, territorios y futuros.
¿Por qué el ciclo no se rompe?
Porque los objetivos son estructuralmente irreconciliables. Rusia exige garantías de seguridad permanentes, reconocimiento territorial de Crimea, Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón, y neutralidad ucraniana perpetua. Ucrania exige la recuperación total de su territorio internacionalmente
reconocido, incluida Crimea anexada en 2014. Occidente no puede recompensar agresiones con concesiones territoriales sin establecer precedente que legitime futuras invasiones, pero tampoco puede imponer una paz que parezca rendición sin perder credibilidad estratégica.
Porque hay intereses cruzados que perpetúan el conflicto. La guerra sirve como campo de prueba geopolítico, económico y militar. Para Estados Unidos y la OTAN, debilitar a Rusia sin intervención directa. Para Rusia, demostrar capacidad de desafiar el orden occidental. Para la industria armamentística, un mercado de miles de millones anuales. Para China, observar cómo Occidente responde a revisiones territoriales por fuerza. Cada parte tiene algo que ganar o algo que teme perder si
la piedra se detiene.
Porque las narrativas se han fosilizado. Ceder sería admitir culpa o debilidad. En política internacional, eso tiene un precio que ningún líder quiere pagar ante audiencias internas que exigen victoria absoluta. Putin no puede retirarse sin logros que justifiquen el costo humano y económico ante los rusos. Zelensky no puede negociar territorios sin traicionar a quienes murieron defendiéndolos. Occidente no puede flexibilizar sanciones sin parecer que premió la agresión.
El castigo de Sísifo moderno
Albert Camus escribió que «el esfuerzo mismo hacia las alturas basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz». Pero en esta
guerra, el esfuerzo no llena corazones: los rompe. Cada intento de paz, cada cumbre diplomática, cada sanción o contraofensiva parece empujar la piedra un poco más arriba, solo para verla caer de nuevo.
Las cifras documentan el absurdo del ciclo: más de 500,000 bajas militares según estimaciones occidentales, millones de civiles desplazados internamente o refugiados en Europa, ciudades enteras como Mariúpol reducidas a escombros, y una economía ucraniana que requiere decenas de miles de millones anuales solo para funcionar. La reconstrucción se estima en más de 400,000 millones de dólares, cifra que crece cada mes que continúa el conflicto.
¿Estamos condenados a repetir este ciclo?
¿Es posible romper el mito y liberar a Sísifo de su castigo eterno?
Romper el mito: imaginación política más allá de la victoria total
Romper el ciclo exige algo más que fuerza militar o presión diplomática. Requiere imaginación política, voluntad de ceder sin humillación, y una narrativa nueva que no esté basada en la destrucción total del adversario. La historia ofrece precedentes: el Tratado de Westfalia terminó la Guerra de los Treinta Años no mediante victoria absoluta sino mediante aceptación de coexistencia entre sistemas incompatibles. Los Acuerdos de Helsinki reconocieron realidades territoriales post-Segunda Guerra Mundial sin legitimar las invasiones que las crearon.
Tal vez, como en los mitos griegos, la solución no está en empujar más fuerte sino en cuestionar por qué seguimos empujando. Sísifo nunca preguntó a los dioses si existía alternativa a su castigo; simplemente asumió que era eterno. Pero esta guerra, a diferencia del mito, puede terminar. Requiere que alguien, en algún momento, tenga el coraje de detener la piedra y negociar términos que ningún bando considere victoria perfecta pero que todos puedan vivir sin perpetuar el ciclo de venganza.
Porque si continuamos empujando sin cuestionar, la piedra no solo rodará cuesta abajo: aplastará a todos bajo su peso.





